Por mucho que se empeñen un,
llamémosle, infundio repetido mil veces nunca dejará de ser un
infundio y por mucho que la realidad se obstine en construirse (o
dejarse construir) a base de ficciones más o menos interesadas, ha
de ser esa misma realidad la que, por su propio peso, debe
reasentarse sobre hechos consumados.
Desde hace un tiempo escucho y leo,
entre asombrado e indignado, que el uso de las tecnologías en las
aulas no mejora el aprendizaje. Allá por el 4 de abril de 2012,
cuando se consumó la muerte anunciada del programa Escuela 2.0,
la Secretaria de Estado de Educación, cronista del deceso, hablaba
en rueda de prensa de la probada ineficacia del modelo (y
también, cómo no, de su alto coste) y apostillaba que llenar de
ordenadores las aulas no ha demostrado ser académicamente rentable,
basándose en estudios que confirman mejores resultados entre los
alumnos que no trabajan con ordenador en clase que los que sí lo
hacen1.
Como toda trama ha de estar bien
orquestada, un par de meses antes de la publicación oficial de la
necrológica (Esquela 2.0, podríamos decir), la prensa
(cierta prensa) se dedicó a alimentar el fuego del crematorio; así
ABC, por poner un ejemplo, daba cuenta de dos opiniones ad hoc:
la CECE (patronal de la enseñanza privada) presentaba su informe
de tecnología educativa 2011 elaborado a mayor gloria de la
tesis y resumido por su responsable en esta contundencia: No hay
relación sustantiva entre utilización de ordenadores en las aulas y
mejora, ni aquí, ni en Singapur ni en Rumanía2.
Para certificar la oficialidad del informe, allí estaba el director
del Instituto de Investigación Educativa para asegurar, en feliz
matrimonio con su acompañante, que los centros españoles en
donde se había introducido el ordenador a los diez años estaban
teniendo un rendimiento escolar más bajo como, según él,
corroboran los resultados de la evaluación de diagnóstico de 20103.
Desde entonces, decir que el uso de las
tecnologías de la educación no mejora (y hasta empeora) el
aprendizaje ha pasado a formar parte del guión y la consigna se
repite en medios de comunicación o inauguraciones y clausuras de
jornadas y congresos del asunto cuando interviene alguien del
escalafón educativo (desde directores generales hasta asesores de a
caballo) para regocijo de un sector del profesorado (espero que cada
día más escaso), de buena parte de la prensa (que se encarga de
remarcarlo negro sobre blanco) y de una indeterminada porción de la
ciudadanía al que cualquier noticia (mala o regular, nunca buena)
que concierna a lo público le proporciona un perverso placer.
Decir que hay estudios que confirman
mejores resultados entre los alumnos que no trabajan con ordenador en
clase que los que sí lo hacen puede ser admisible por aquello de
la libertad de expresión; ahora bien, creérselo linda lo esotérico
porque una lectura atenta de ese (que no esos) estudio produciría
risa si no fuese porque provoca indignación, por la muestra y su
procedencia, el tipo de aprendizaje preconizado y que se infiere de
lo valorado en el informe y el desconocimiento de algunos modelos
integradores de las TIC que se deduce de sus conclusiones.
Hace ya unos cuantos años, al
finalizar el primer curso en que los, entonces, novedosos táblets-pc
se generalizaron en el medio rural, reuní a unos cuantos maestros y
maestras del tercer ciclo de primaria cuyos alumnos habían trabajado
con esas herramientas durante los meses precedentes. Les pregunté
si, a la luz de su experiencia docente (en muchos casos superior a
los veinticinco años), sus alumnos habían mejorado su aprendizaje y
en qué aspectos. La conclusión fue unánime y rotundamente
afirmativa y hablamos entonces de motivación, ritmos de aprendizaje,
construcción de conocimiento, diversificación, inclusión,
compensación, investigación, metodología... Repetimos el encuentro
al finalizar varios cursos y hasta pasamos una encuesta y el
resultado no varió salvo alguna voz disidente (siempre de nuevos
incorporados al grupo) tan minoritaria como respetable por lo que sus
argumentos podían aportarnos para mejorar.
Con el paso del tiempo se han sucedido
distintos modelos para integrar las TIC en las aulas. Desde que
llegué a la enseñanza con un ordenador Amstrad (el mío) bajo el
brazo (como otros muchos maestros con sus máquinas de cinta), he
conocido aulas de ordenadores, ordenadores en las aulas, un equipo
para cada uno o dos alumnos, carros de uso compartido proyectores y
pantallas y, ahora, pizarras digitales y las primeras tabletas. Pero,
sobre todo, he conocido un cambio en la manera de construir la
integración, desde la primitiva atracción o repulsión por la
tecnología hasta su disolución en la pedagogía cotidiana,
produciendo una emulsión con suculento sabor metodológico.
En estas casi tres décadas he
aprendido que no hay un modelo ideal, porque cada uno tenemos el
nuestro: el mío es el de un ordenador para cada niño, pero a
cualquier otro se le puede sacar todo el partido siempre y cuando
seamos capaces -y lo somos- de adaptar nuestra metodología a las
circunstancias que marca el equipamiento, que no es sino eso: una
circunstancia. Pero, sobre todo, he comprendido que integrar los
medios tecnológicos en el aula precisa de un caldo de cultivo que,
como una rica receta de cocina, exige ingredientes naturales y del
terreno, a saber:
- Poner en un cuenco, para mezclar a partes iguales, las necesidades de cada alumno, sus conocimientos previos, el medio próximo, la comunidad educativa, la creatividad y autonomía del profesorado (solo y, sobre todo, en equipo) y otros ingredientes al gusto. Añadir unas cucharadas de aprendizaje enriquecido con estrategias grupales, probar y reservar. Mientras, en un puchero con abundante agua, añadir:
- La cantidad de autonomía del alumnado que nuestro estilo de enseñanza pueda admitir (siempre mayor de la que permitimos ahora).
- Un buen trozo de proceso de aprendizaje, procurando eliminar la grasa del individualismo que lo cubre, manteniendo las vetas personalizadas del interior con el fin de preservar la diversidad.
- Un libro de texto, pequeñito, a ser posible, que previamente habremos limpiado de sus partes duras, de las hojas inservibles o pochas, de las que estén verdes, de lo encorsetado (puede prescindirse de él y sustituirlo por una parte de internet y otra de ideas).
- Un bote de interacciones variadas envasadas al natural (de las multicolores con formas irregulares que apuntan en múltiples direcciones).
- Todo el mundo real que tengamos a mano, y es que la vida y no la universidad es lo que preparamos.
- El toque justo de formación del profesorado que permita innovar con metodologías no nuevas, sino diferentes (colaboración, investigación, descubrimiento, proyectos de trabajo...), es decir, una vuelta a los sabores tradicionales de la pedagogía del sentido común que aprendimos con Freinet, Freire, Dewey, Piaget... (probar y rectificar en el caso de que el sabor no sea el deseado).
- Añadir, pausadamente y con una cuchara, el contenido del cuenco que hemos reservado al principio; remover tras cada cucharada procurando quitar los restos de libro de texto que vayan apareciendo en la superficie. Salpimentar, preferiblemente con un mézclum de pimientas y sales del mundo, cocinar a fuego lento y servir caliente, recién cocinado.
1
Rueda de prensa de Dª Montserrat Gomendio, secretaria de Estado de
Educación, el 4 de abril de 2012.
2
Mariano del Castillo, director del Instituto de Técnicas Educativas
de CECE, licenciado en Ciencias Físicas.
3
José Manuel Lacasa, director del Instituto de Investigación
Educativa del Ministerio de Educación.
4
Myriam Nemirowsky
5
Pilar Baselga Domingo, José Ramón Olalla Celma, Pilar Polo Millán.
Leer y escribir con las TIC. [Cederrón]. Departamento de
Educación del Gobierno de Aragón. Zaragoza, 2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario